Desde sus inicios, la política exterior de Estados Unidos osciló entre el aislacionismo (desentenderse de los conflictos mundiales) y el compromiso con determinados valores o aliazas, lo que implica el intervencionismo. Al igual que en otras revoluciones (la francesa y la rusa), la revolución americana se enfrentó a la necesidad de optar por desarrollar su ideario "en un solo país" o una "revolución permanente" expansionista que produzca el "contagio revolucionario". Cada una de las tendencias políticas que se disputaban la primacía en cada uno de los procesos revolucionarios optaron por salidas opuestas (jacobinos y girondinos, estalinistas y trotskistas).
La postura de las distintas tradiciones políticas estadounidenses se han denominado a partir de distintos presidentes (Hamilton, Wilson, Jefferson y Jackson). La tardía entrada de Estados Unidos en las guerras mundiales respondió a fuertes debates internos sobre la conveniencia o no de hacerlo, hasta que se impuso la postura intervencionista preconizada por los presidentes Woodrow Wilson y Franklin D. Roosevelt respectivamente (previamente, otro Roosevelt -Teddy-, también había impuesto su postura intervencionista, en este caso en la Guerra de Cuba).
Los Hamiltonianos comparten con el primer secretario del Tesoro la creencia en que un gobierno nacional fuerte y un ejército sólido pueden y deben promover el desarrollo económico y los intereses empresariales americanos, tanto dentro como fuera de sus fronteras. Los partidarios de Wilson están de acuerdo con los Hamiltonianos en la necesidad de una política exterior global, pero ven la promoción de la democracia y los derechos humanos como las prioridades de una gran estrategia exterior americana. Los Jeffersionianos no están de acuerdo con este consenso globalista: quieren que los EEUU minimicen sus compromisos y, en la medida de lo posible, desmantelar el estado de seguridad nacional. Los seguidores de Jackson son los espectadores de las noticias de la Fox de hoy en día. Populistas que sospechan de los contactos empresariales de los Hamiltonianos, del buenismo de los Wilsonianos y de la debilidad de los Jeffersonianos. (The Cartes syndrome, citado en El poder blando )
Véase también Jeffersoniano, Jacksoniano, Jacobino, Girondino, Estalinista, Trotskista
Mientras que el Antiguo Egipto fue la mayor parte de su historia una potencia aislacionista; Roma o el Imperio persa fueron estados expansivos. China y Japón, las dos grandes civilizaciones del Extremo Oriente, se caracterizaron a lo largo de su historia por su aislacionismo. La perspectiva sinocentrista significaba un desprecio por todo lo extranjero, ante lo que no cabía expansión, sino contención (la política de la Gran Muralla). Cuando hubo la posibilidad de convertir a China en la protagonista de la era de los descubrimientos, se optó conscientemente por renunciar a ello. Se ha procurado encontrar explicaciones a ello desde las dinámicas socioeconómicas internas. La opción por un cierre total a toda influencia extranjera fue adoptada por Japón en el siglo XVI (en realidad se mantenía una mínima relación con comerciantes holandeses, y se admitía la introducción de dos artículos muy significativos: armas y libros).
Por su lado, Inglaterra también se enfrentó a un dilema similar. Tras la evacuación romana, los britanos se vieron enfrentados a la posibilidad de invasiones, primero la anglosajona (que se convirtió en la base mayoritaria de la población) y luego la constante amenaza de los norseman (daneses, vikingos o normandos), que terminaron por imponerse en 1066. Desde entonces no se han producido invasiones, pero sí amenazas serias (Felipe II -Armada Invencible-, Napoleón y Hitler). Desde su relativa seguridad y el dominio marítimo, Inglaterra jugó a mantener el equilibrio europeo en el continente, entendiendo que su interés es incompatible con el establecimiento de ninguna hegemonía (fuera española, francesa o alemana). En general, los asuntos europeos se ven con escepticismo (actualmente, con "euroescepticismo") desde una perspectiva que en el siglo XIX se bautizó como splendid isolation (splendide isolement, espléndido aislamiento):. Un titular periodístico de la época lo reflejaba con nitidez, ante un hecho banal: Tormenta sobre el Canal - El continente, aislado.
La política exterior española se enfrentó a ese dilema a comienzos del siglo XVI, terminada la Reconquista, y tras una Baja Edad Media en la que la Corona de Aragón se había expandido por el Mediterráneo y la de Castilla por el Atlántico. La política de los Reyes Católicos había insertado a su Monarquía en el ámbito de las relaciones internacionales de Europa occidental. Las Cortes de Castilla mostraron su recelo ante Carlos I, un joven rey extranjero, con pretensiones de iniciar una monarquía universal; el resultado fue la revuelta de las Comunidades, cuya derrota coincidió con la mayor expansión imperial de la historia del mundo. La decadencia española no significó una retirada del primer plano internacional, y España siguió siendo un agente de primer orden hasta el Congreso de Viena (1814). La marginación de España en aquella ocasión se debió en gran parte a la abrupta forma en que terminó la Guerra de Independencia, con una paz por separado que defraudó a los enemigos de Napoleón y no obtuvo más beneficio que la "liberación" de Fernando VII el Deseado. Sumida en sus propios enfrentamientos civiles, España no participó en ninguna de las guerras europeas a partir de entonces. La neutralidad en la Primera Guerra Mundial produjo crecimiento económico y desequilibrios sociales. La alineación de Franco con las potencias del Eje fue gestionada de manera lo suficientemente precavida (neutralidad benévola, División Azul, equilibrio entre las "familias del franquismo" en perjuicio de los "azules") como para no comprometerse en exceso y evitar compartir su caída, pero le costó un severo aislamiento internacional, agravado por la autarquía, del que sólo se salió penosamente a través de la firma de una alianza asimétrica con Estados Unidos y la apertura a Europa en forma de turismo y emigración. Durante la Transición, hasta la dimisión de Suárez (1981) no se planteó la entrada en la OTAN, que una vez efectuada, se demostró irreversible (Felipe González, que hizo campaña en contra y prometió un referéndum, pasó a hacer campaña a favor, consiguiendo la permanencia). La entrada en las Comunidades Europeas (1986) culminó la equiparación de España con el resto de las democracias occidentales.
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