viernes, 29 de noviembre de 2013
Derecho a decidir
“Derecho a decidir” ponía en grandes letras sobre la entrada de un edificio. Entramos mi amigo y yo. En la primera planta, un cartel informativo decía lo siguiente: “Bienvenido al edificio del derecho a decidir. Las reglas son muy sencillas: El edificio tiene cinco pisos. Pueden ustedes subir tantos pisos como quieran, pero no pueden bajar. En cada piso hay unas claras instrucciones de uso.” Ante la incógnita que suponía avanzar sin poder retroceder, yo, que soy de natural medroso, quise marcharme inmediatamente; pero mi amigo tenía clara su voluntad, y se dispuso a subir. Yo, que soy de natural complaciente, no le quise contrariar, y le seguí. Llegamos al primer piso, donde un cartel decía: “Bienvenido al piso del Estado centralista. Si permanecen aquí, todos habrán de cumplir las mismas leyes que se acuerden por los representantes que entre todos elijan, y de la misma manera se decidirá cómo administrar los recursos que se obtengan de cada uno y cómo se obtienen estos.” Yo, que soy de natural poco ambicioso, le dije a mi amigo que por mí estaba bien, y que deseaba quedarme. Mi amigo me hizo saber su absoluta disconformidad con tales disposiciones, y me empujó escaleras arriba. En el segundo piso un cartel decía: “Bienvenido al piso del Estado autonómico. Si permanecen aquí, las leyes comunes que se acuerden no podrán impedir que cada uno pueda establecer leyes propias, y cuando surjan conflictos se buscará una solución consensuada o un árbitro elegido previamente interpretará cómo debe resolverse. Cada uno administrará sus propios recursos, excepto una parte que aportará, según su capacidad, para los gastos comunes, y otra que recibirá, según sus necesidades, para compensar las desigualdades”. Yo, que soy de natural solidario, le dije a mi amigo que ese era un buen propósito, y que había sido buena idea subir hasta allí, y que nos quedáramos. Mi amigo tuvo que tirar de mí fuertemente para conseguir hacerme subir al tercer piso, donde un cartel decía: “Bienvenido al piso del Estado confederal. Si permanecen aquí, cada uno dependerá de sí mismo, reduciéndose al mínimo las leyes comunes”. Mi amigo estaba entusiasmado, pero sin dejarme decir nada me arrastró hasta el piso superior, diciéndome que sin duda las condiciones serían mucho mejores cuanto más alto subiéramos. El cartel decía: “Bienvenido al piso de la independencia. No necesitan ponerse de acuerdo en nada. Que cada uno haga lo que considere conveniente, tanto si se pone de acuerdo con algún otro como si no, sabiendo que los demás harán lo mismo”. Yo ya no decía nada, ni siquiera sabía que pensar, pero mi amigo, en vista de que las escaleras continuaban, siguió subiendo, y me siguió llevando con él. Un nuevo cartel: “Bienvenido al piso del irredentismo. El que ha demostrado más voluntad de subir, sin duda tendrá algún deseo sobre los recursos que posee, quizá ilegítimamente, el que haya demostrado menos voluntad. Está usted en su derecho de argumentar que esos recursos en realidad son suyos: es su oportunidad de demandarlos. También es seguro que, por mucho que quiera a su amigo, hay algo en él que no le gusta. Aquí puede solicitar a su amigo que cambie para parecerse más a lo que usted cree que él debe ser.” Yo estaba muy nervioso y asustado, sobre todo por el brillo en la mirada de mi amigo. Una flecha en la escalera indicaba “subida al último piso”. No lo dudó, y subió, es decir, subimos. En el último piso el cartel era el siguiente: “Bienvenido al piso de la dura realidad. Aquí no hay nada. Tampoco había nada en los anteriores, pero nunca se ha quedado nadie para comprobarlo. Todos los que han entrado suben hasta aquí, voluntariamente u obligados por sus amigos. Este edificio sólo sirve para evidenciar que los nacionalistas son insaciables e imposibles de complacer.”
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